22. A RAS DE SUELO

En el verano del año 2005 me fui a lo que sería mi primer Camino de Santiago. Fue un recorrido relativamente corto, desde Oviedo a Santiago de Compostela, luego a Fisterra y de vuelta a Santiago. En total unos dieciocho días. 


Mirado con perspectiva, fue el inicio de mi tránsito espiritual. Descubrí allí muchas cosas que cambiarían profundamente mi vida: viajar con lo estrictamente necesario, me reveló la futilidad de los bienes materiales; la expansión del tiempo y del espacio, cuando se avanza al ritmo natural de los pies, pacificó mi alma; las relaciones sinceras que establecí con personas que se mostraban ellas mismas, sin las máscaras habituales de la vida social, me permitieron compartir también mi propia autenticidad; estar de continuo en el propio cuerpo, que con cada paso iba recuperando su porte natural, me hizo descubrir formas de autocuración física; y, por último, pero no menos importante, la observación de mi propia mente me evidenció que, con el paso de los días, su movimiento habitual hacia el pasado y el futuro se iba ralentizando de tal modo que, a finales del camino, ya sólo pensaba en los detalles de la etapa diaria recorrida.


Esta vivencia me transformó. Un montón de cosas que antes eran importantes se tornaron vanas. A mi regreso a Madrid, podía ver el mundo de lo humano como una intromisión loca, ruidosa, incluso obscena, en el armónico paraíso de lo natural. Ya no me llamaba tanto la fiesta, lo único que aún me ataba al mundo urbano. Su tráfico, su gente, sus edificios, eran como un submundo pequeño y ciego ante las maravillas del universo.


Regresé de esta experiencia tan renovada que, tras más de diez años habitando en el barrio de Malasaña, opté por vender el piso que había adquirido a mis veintisiete años.


El día en que la venta se hizo efectiva, fui al banco a cancelar mis créditos y a poner orden en mis cuentas. He de decirte que para entonces mis deudas eran bastante caudalosas: todos los meses me tocaba abonar los recibos correspondientes a dos hipotecas, dos préstamos personales y, cómo no, los propios del domicilio: agua, luz y una comunidad con derramas por reformas. Pero, gracias a la famosa burbuja inmobiliaria, mi vivienda se había revalorizado muchísimo. Así que, cuando reintegré todos los plazos pendientes y desvinculé los recibos antedichos, mi cuenta corriente se quedó casi totalmente limpia de imposiciones; sólo dejé domiciliado el teléfono móvil y aún me quedaba una buena suma de dinero.


Al salir de la sucursal bancaria sita en la plaza del Sol, con treinta y cinco años de edad, tuve una sensación que no había sentido desde los nueve, cuando salí por primera vez de un confesionario. Un aleteo en el centro del pecho me empujaba cuesta arriba por la calle Preciados, casi en volandas. Mi alma se había tornado tan ligera que me figuraba flotando a ras de suelo.

Próximo capítulo