23. EL PULSO DE LA VIDA

Fueron tantos los beneficios obtenidos en mi primer "camiño" que decidí repetir el verano siguiente. En mi segundo Camino de Santiago empleé veintiocho días. Salí desde Madrid rumbo a Sahagún, con intención de continuar luego por el Camino Francés; pero, al llegar a la capital leonesa, decidí realizar una serie de etapas fuera de ruta y enlazar con el Camino del Norte a la altura de Gijón.


Al cruzar el puerto de Pajares, en la cordillera Cantábrica, eran tales mi alegría y mi euforia que me enorgullecí diciéndome a mí misma que llegaría a pie desde Madrid hasta la costa. Pero, como he aprendido con el paso de los años, tras una gran elevación del ego viene una gran depresión. 


Al día siguiente me atoré de tal forma que, cuando me di cuenta, andaba cuesta arriba por un escarpado apto únicamente para cabras. Ya no había sendero alguno y retroceder era aún más difícil que continuar subiendo. Mirar hacia abajo me daba pánico: desde allí, la caída abrupta de la ladera parecía un acantilado con final en ninguna parte. El resultado fue que, para lograr recuperar el sendero, tuve que cruzar unos diez metros de zarza y acabé, como la niña de "El exorcista", arañada por todo el cuerpo. 


Había llegado al límite de mis fuerzas; así que, haciendo gala de humildad, tomé un tren rumbo a Gijón con intención de descansar un par de días cerca de la playa. Extenuada por la aventura, me senté en silencio frente al mar. El océano se extendía ante mí inmenso y calmo, las gaviotas graznaban surcando el cielo y en mi interior se abrió el amor, un amor inmenso a lo existente. Las lágrimas brotaron de mis ojos y en el pensamiento rondaba una sola palabra: GRACIAS.


Eso no fue todo. Días después tuve la experiencia más poderosa que jamás había sentido, al menos sin tomar sustancia alguna. Una de las pocas que no pude contar hasta años después, cuando encontré las palabras precisas para ello.


Iba caminando, como siempre en soledad, a través de un interminable bosque de pinos. Nadie por allí, nadie por allá, durante algunas horas. Mi paso era firme y sostenido. En ese momento, el movimiento de mis piernas debió adecuarse al pulso de mi corazón porque, de pronto, sentí un palpitar inmenso. Todo mi alrededor vibraba al unísono conmigo: mi cuerpo, los árboles, el suelo, incluso el cielo, latían juntos a un ritmo único. Estaba dentro de mí y, al mismo tiempo, más allá de mi. Yo era una más entre aquellas hileras de majestuosos árboles. Todos me sentían y yo los sentía a ellos. Formé parte de una existencia que pulsaba conjuntamente al ritmo de la vida.

Próximo capítulo