24. BAILANDO

A mi siempre se me dio bien bailar. No me refiero a aprender pasos de diferentes estilos de baile, pues no recuerdo haber practicado ninguno después de "La Yenka" o "Pajaritos a bailar"; sino más bien a manifestar una habilidad natural, sin miedo al qué dirán. 


Cuando digo "habilidad natural", me refiero a dejar que el cuerpo se exprese como sienta moverse, en función de las frecuencias vibratorias de la música. 


Cuando digo "sin miedo al qué dirán" es porque, con el tiempo, me he dado cuenta de que muchas de las capacidades que poseemos las personas no se desarrollan por miedo fracasar o a hacer el ridículo delante de otros.


Siendo adolescente, me iba ya con mi  único hermano varón a disfrutar de nuestros "bodies" en las vacías salas de baile para extranjeros de TenBel, al sur de Tenerife, donde veraneaba con mi familia. Y aunque tuve un período "intelectual" en el que me la pasaba charlando hasta en las discotecas, pronto regresé al meneo extático con todo tipo de música. 


Es cierto que hay algo que tuve que aprender, o más bien, desatar. Mi baile era pop, disco, rock, tecno, house o rapero. Se me daba muy bien mover piernas, brazos e incluso la cabeza, sobre todo si escuchaba algo de "heavy metal". Tan arrebatadora era mi forma de danzar que conseguía crear cierto espacio a mi alrededor, incluso en las macrodiscotecas más abarrotadas de Madrid.


Pero para las músicas latinas, resultaba ser como un duende dando saltitos. Y es que, sí, pese a mi gusto y afán por la expresión corporal, habían zonas de mi cuerpo, las más sensuales, que aún no se atrevían a salir a escena. 


Sobre los treinta años y a altas horas de la madrugada, cuando el resto de garitos estaban cerrados, asistí a sesiones de música brasilera en el café Berlín. A partir de ahí y de mi estancia posterior en Venezuela, mis caderas se permitieron rotar, no a la altura de la cintura sino más abajo, donde el vientre pierde su nombre. Recuerdo también aletear hombros y senos siguiendo nada menos que a un criollo entrado en carnes, que hacía mover los suyos con una rapidez y gracia dignas de una musa árabe.


Me dirás que todo esto poco tiene que ver con Dios; pero en mi opinión, un cuerpo que se deja llevar sin intervención de la mente es una manifestación del movimiento universal. 


Me corrijo pues: a mi nunca se me dio bien bailar pero, tras soltarme en las pistas de baile durante mucho tiempo, mi organismo cada vez expresaba con más soltura las vibraciones. Gracias a ello, como verás, fue que comencé a encontrarme verdaderamente con lo divino.

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