43. TORRE DE BABEL

Cuando tenía dieciocho años, fui a ver al cine "2001: Una odisea en el espacio" de Stanley Kubrick. Era Martes de Carnaval en Santa Cruz de Tenerife, así que la sala estaba casi vacía. Sólo un par de "extraterrestres" y yo misma preferimos sumergirnos en una de las películas más simbólicas, reflexivas y profundas que ha dado la historia de la cinematografía del siglo XX. 


Las preguntas que plantea este film del director estadounidense son las más radicales que cualquier persona puede cuestionarse desde el punto de vista de la especie: ¿De dónde venimos y a dónde vamos los seres humanos? Su desarrollo transcurre con muy pocas palabras y, principalmente, dentro de una nave espacial sin rumbo conocido en medio del Cosmos. Las respuestas son intangibles, pues deja caer posibilidades de un principio y un fin; pero lo que queda en medio es un vacío gigante, una humanidad que nace y perece, y en medio algo efímero que ya no está.


Me sumergí de tal forma en esas cuestiones que, al salir de los cines Óscar, al final de la Avenida de Bélgica, lo que comencé a visionar fue un mundo con poco o menos sentido aún que el anterior. Hileras humanas se dirigían por la Rambla y sus calles transversales, haciéndose cada vez más densas; hasta formar una masa enorme de coloridos, pitos, músicas y jolgorio en la Plaza de España. Yo caminaba entre toda esa gente pero estaba fuera, observando otra película ante la que sentía un profundo abismo, una separación existencial frente al sinsentido que se me ofrecía como "realidad".


Algo parecido me ocurrió el día que desperté de mi experiencia más psicodélica, en forma de dibujitos, en medio de una ceremonia chamánica. En la sala, había algo más de veinte personas que se me antojaban como parte de una ficción dramática situada en el seno de un hospital psiquiátrico. Visto desde afuera, un taller de medicina ancestral puede parecer un manicomio, cada uno viendo su película; aunque quizás se pueda decir lo mismo de un centro comercial, de una guerra, de un partido de fútbol o de un Martes de Carnaval. Todo depende de la distancia a la que te sitúes. 


La sensación de que nada tiene sentido "ahí fuera" o, si quieres, de que lo que llamamos "real" es un "montaje" que no difiere en nada de cualquier película o experiencia psicodélica; sólo pude soslayarla, al menos en parte, con mi segunda serie de sesiones, que esta vez versó sobre la Historia de la Filosofía. 


Durante unos cuantos talleres más, la Ayahuasca me llevó al análisis de toda la información que contenía mi cabeza acerca de las respuestas dadas por los filósofos a la pregunta sobre el sentido de la vida. Indagué en las teorías de Sócrates, Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Nietzsche, Marx, Husserl, Heidegger o Wittgenstein, y poco a poco me fui dando cuenta de que todos los autores tenían razón en algo y también de que todos se habían perdido en algún lugar.


Lo curioso del asunto es que aquello en lo que estaban ciertos podía traducirse de unos a otros sin dificultad, hablaban de lo mismo con palabras de distintos tiempos; igual que en la parábola de la Torre de Babel había setenta dialectos diferentes para decir la palabra de Dios. En semejante batiburrillo de lenguajes es fácil perderse cuando se atiende a los pensamientos, pero igual de sencillo es hallar la palabra verdadera si se atiende a lo más profundo del corazón. La dificultad es regresar a ese lugar donde la verdad, simplemente, se siente.

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