44. ESTAR

Cuando asistí al curso de meditación, al principio de mi búsqueda personal, lo primero que dijo el monje budista que lo impartía es que se podía meditar desde la mente o desde el corazón, pero que tenía que elegir una opción y quedarme en ella.


Dado que mi capacidad de concentración siempre fue muy fuerte, me decidí por la mente, pues sabía que le sacaría mayor partido a la serie de talleres semanales a los que me había apuntado, y así fue. Pero con el tiempo me empezó también a llamar la meditación del corazón. 


Mi primer contacto fue a través de un libro de Osho, en el que hablaba de una fórmula de un maestro antiguo llamado Athisa. Era como sigue: En cada respiración, inspiras los males del mundo y expiras amor. En cada inspiración tomas cualquier error, duda, arrepentimiento, tristeza… y exhalas amor. En cada inspiración te concentras en algo terrible, doloroso, injusto… y exhalas amor. Aunque tiene una parte de usar la mente, esas respiraciones se hacen a la altura del pecho y poco a poco se va abriendo el chakra corazón.


El caso es que, después de darle la vuelta un sin fin de veces al bucle de la mente; al final de mis sesiones de ayahuasca me quedó sólo una cosa: la meditación del corazón. Yo ya había revisado mi biografía, mi sistema familiar y mis ancestros, e incluso algunas experiencias de vidas pasadas a través de las constelaciones familiares. Mi cerebro se había reestructurado a un nivel casi mágico desde mis visiones más abstractas y, cuando le llegó el turno al conocimiento metafísico que tanto interés había suscitado a lo largo de mi vida, también se redujo a un mero palpitar en donde no cabían las palabras, sino más bien un sentimiento de lo que es. Era como si mi recorrido cerebral hubiera finalizado de forma natural, como si de la contemplación mental, una vez alcanzada, ya no quedara nada más y me hubiera bajado al cuerpo por pura inercia. Lo único que sentía era un corazón tranquilo que latía suavemente bajo mi pecho. 


Todas las técnicas de meditación también desaparecieron. En las últimas tomas de yagé me encontraba desde un inicio en ese estado, sentada y quieta, y así me pasaba todo el taller, con los ojos abiertos, aconteciendo en semisombras lo que allí ocurría. Fue tal el gusto que le cogí que, incluso en los días que duraba un retiro, ya por fuera de la sala, me tumbaba y permanecía en presencia. Me dedicaba a sentir en completa calma las sensaciones que provenían del exterior: alguna mosca que venía a posarse sobre mi piel, los rayos de sol que calentaban levemente mi rostro o la brisa suave del otoño. Un día vinieron dos niñas a donde yo estaba y una de ellas me levantó un párpado y colocó lentamente la yema de su dedo en mi ojo. Yo permanecí inmutable.

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