11. MEDITACIÓN

Casi no había oído hablar de meditación y mucho menos practicado. De muy joven en Santa Cruz, mi ciudad natal, había aprendido algo de Yoga siguiendo un libro antiguo cuyas hojas parecían más bien papiros; de viejas, desgastadas, amarillas y olorosas que eran. Pero en él todo consistía, además de las posturas o asanas y ciertos cuidados físicos, en seguir la respiración a través de diferentes ejercicios, como el Pranayama, y en conseguir relajar todo el cuerpo hasta sentirlo hundirse en el suelo o en la cama.


Bien es verdad que esta disciplina precoz me ayudó enormemente. Yo había padecido migrañas en mi juventud, derivadas de la enfermedad de mi madre. Me llevaron a médicos y me recetaron pastillas. Pero lo único que consiguió aliviarme de verdad fue mi propia capacidad de relajación corporal y de atención a las zonas de dolor, hasta que éste desaparecía. Lo mismo conseguí con veintipocos años con los padecimientos menstruales. Me relajaba tanto que me quedaba dormida y al despertar ya habían pasado. Recuerdo hacerlo incluso en la guagua: respiraba, respiraba y respiraba… y a dormir.


Meditación 100% o atención plena, fue lo que por azar y casi a mi pesar, me encontré en Chile.


Lo que fumé en esta ocasión era cannabis, pero de un modo muy diferente a lo que hasta entonces había probado. Eran cogollos de marihuana prensados con una sustancia extraña, transparente y dura, en forma de tabletas. Después de probarla supuse que tenían algo más, ahora verán por qué.


Estaba en Isla Negra, con intención de visitar la casa-museo de Pablo Neruda. Mi compañero de entonces me invitó a fumar en lo que esperábamos nuestro turno para entrar. Isla Negra no es una isla, sino una localidad junto al mar en la Región de Valparaíso. Fue el poeta quien la bautizó con ese nombre por la intimidad que lograba para escribir y el color, negro intenso, de su roquerío costero.


En los parajes por los que el poeta paseara y se inspirara, ajenos a la mirada de cualquiera, fumamos aquel cigarro verde botella. Al poco rato me senté sobre una roca a contemplar el horizonte. Allí me quedé. Mi mirada bajó entonces hacia unas grandes piedras negras, vestidas de musgo y líquen, bañadas por el mar. En sus concavidades se estancaban diminutos charcos de agua salada.


Puedo ver aún la imagen, pero no la imagen global sino el diminuto mundo que vivía en esas piedras. En él permanecí casi dos horas, escuchando el mar y con la mirada fija. No pasó nada por mi mente, no atendía a mi cuerpo, sólo estaba en la observación plena de ese microcosmos húmedo y vital. 


Como he dicho, podía oír el sonido de las olas, podía sentir la brisa en mi rostro, podía ver de cuando en cuando las gotas que salpicaban al llegar la marea, incluso escuchar el graznido de alguna gaviota viajera y, mientras, mis ojos sólo observaban un lugar pequeño y quieto; tan quieto como mi alma en un cuerpo completamente inmóvil.


En algún momento regresé. No es que me hubiera ido a ningún lado, pero el yo habitual, ese que anda pensando en cosas, ese que anda ocupado, la autoconciencia con nombre y apellidos que se supone que soy; incluso el cuerpo que lo sustenta; sí habían desaparecido. Durante el tiempo en que estuve ahí, lo único que existía era lo otro: lo visto y lo sentido.

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