3. MATERIA VIVA

Uno o dos años más tarde me arriesgué con una sustancia psicodélica producto de la química, el LSD. Digo "me arriesgué" porque ya entonces circulaban historias de personas que se habían quedado "colgadas" con esta sustancia. Cuando digo "colgadas" me refiero a que perdían la percepción habitual de esta realidad y se quedaban flotando en algún lugar de su inconsciente. Al menos así es como yo entendía, por ese tiempo, las cosas.


Sólo la tomé dos veces, durante las fiestas de carnaval, a mis dieciocho años.


La primera vez estaba ya de amanecida y la tomamos para "aguantar más". Al principio, entre las risas y conversaciones con los amigos, no notaba nada. Fue al entrar en el baño de un bar cuando, de pronto, la vetas de la madera de la puerta comenzaron a tomar vida, moviéndose sinuosamente y creando formas variopintas. Era como si la puerta, aparentemente inerte, en realidad formara parte aún del árbol del que fue extraída, alojando en su interior savia que corría por sus venas.


Habría sido una visión gozosa, sino fuera porque, al mismo tiempo, escuchaba las voces de afuera. Eran voces amenazantes y burlonas. Como si supieran que yo estaba dentro y qué era lo que me ocurría. Hablaban y se reían de mí. Comencé a sentir miedo y tuve que hacer acopio de valor para volver a la realidad conocida y salir, como si no pasara nada.


Esta vivencia me mostró algo que se repetiría con frecuencia muchos años después: Elementos materiales aparentemente muertos, inertes o sin movimiento, despertando a la vida y dejando correr en su interior estelas de color.


La otra parte, más oscura, había sido la sensación de peligro, la paranoia de la que tanto había oído hablar: el juicio de los otros sobre mí, el miedo a ser diferente al resto o la consigna aprendida de que ese tipo de cosas son algo risible o, incluso, síntomas de enfermedad.

Próximo capítulo