28. TRANCE

Yo entré en la búsqueda espiritual con la disposición exploradora de un aventurero o la inocencia de un niña entregada a un juego. Al sostener mi mente abierta a cualquier posibilidad, comencé una época increíblemente fructífera en cuanto a conexiones. A menos te encajonas en una teoría concreta, mayor diversidad de experiencias puedes tener.


Con las Constelaciones Familiares ocurrió algo muy curioso: los roles que me tocaba representar se iban sucediendo por etapas. De este modo, durante un tiempo, me tocó hacer de hijo/a o niña/o interior; luego pasé a interpretar papeles de madre, luego de padre, más tarde de pareja y, en muchas ocasiones, de ancestros; sin duda de acuerdo al ritmo de mi propia evolución personal. 


He de aclararte que lo que vivía en los talleres de esta terapia no era precisamente agradable. Las Constelaciones comienzan con un hecho traumático, a veces común o no muy grave, pero otras muy duro: enfermedades, abandonos, maltrato, abortos, exclusiones o también asesinatos. Un montón de situaciones difíciles vividas por la persona o por sus ancestros. Por suerte, cuando finalizan es porque todo este sufrimiento ha sido visto, reconocido o aceptado. La energía cambia entonces como de la noche a la mañana, abriéndose los corazones de los presentes en el reencuentro y la reconciliación.


A medida que participaba en Constelaciones, mis experiencias eran cada vez más catárticas, con mayor liberación de emociones, y también más realistas. Mi capacidad kinestésica o de sensibilidad corporal era tal que empecé a entrar en auténticos estados de trance, de los cuales recordaba muy poco o casi nada una vez que finalizaban. Me metía tanto en el papel o en la energía que me invadía,  que me convertía literalmente en aquello que representaba; sólo permanecía una mirada observante. El hecho de poder entregarme de tal modo al instante presente, aunque fuera simbólico,  interdimensional o como quieras llamarlo, me hacía pasar horas y horas fuera de la elaboración mental a la que de normal estaba acostumbrada; lo cual hacía, a su vez, que la inmersión fuera cada vez más fácil.


Una vez me ocurrió algo muy fuerte: representaba el papel de alguien que iba a la muerte; o estaba muy enfermo o bien quería suicidarse. El caso es que llegué a sentir que, allí mismo, en medio de la sala donde se impartían los talleres, me iba a morir. Era tal mi fluidez ya en eso de dejarme llevar, tal mi estado de trance, que seguí adelante sin pensar. Cuando la muerte me estaba invadiendo como una sombra oscura, mi cuerpo empezó a convulsionar bruscamente y me desperté o adquirí de nuevo conciencia, aunque todavía levemente. Tuvieron que sacarme de allí y dejarme descansar hasta que volví a mí del todo.


Con mi experiencia juvenil en las drogas, todo esto era casi un juego en el que, por lo general, entraba y salía sin miedo. Pero de aquella experiencia obtuve algo en claro: podía confiar en mi cuerpo, en que él me traería de nuevo a la vida si no había llegado de verdad mi hora. Esta confianza se fue afirmando tanto que me acompañaría siempre, incluso en experiencias iguales o aún más trascendentes.

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