40. ADIÓS PAPÁ

Aunque había sobrevivido a los honguitos, por momentos me sentí tan mal, que decidí que la próxima vez fuera con supervisión externa. Y así ocurrió: un compañero de Constelaciones me comentó de ir con él a un retiro de ayahuasca en la provincia de Valladolid.


La ayahuasca me daba mucho respeto porque se me ocurrió mirar en Internet. Son tantas las cosas que se dicen que, en fin, tuve miedo de casi cualquier cosa; incluso de morir en el intento. Pero por entonces ya sabía que mi búsqueda era algo más que curar mis heridas o que mis heridas eran más profundas de lo que pensaba.


La ayahuasca o yagé es un brebaje típico de la selva amazónica, compuesto en realidad por dos plantas: la propiamente llamada ayahuasca, que es limpiadora, baja al cuerpo y retiene los efectos de la otra planta, la chakruna, la cual es la verdaderamente enteógena. Su compuesto químico, el DMT o dimetiltriptamina, es generado de forma natural por el cerebro humano y la mayoría de los organismos vivos, sólo que en pequeñas cantidades.


Mi primera experiencia fue una muerte y un renacimiento. Primero lloré y me revolví durante dos horas sintiendo una herida generacional tan antigua como el propio ser humano. Luego me empezó a invadir una fuerza, como la de un tigre que quiere saltar al ataque. Al final me incorporé y me quedé sentada, en una sensación de tranquilidad y gozo que mi mente dibujaba con una flor de loto roja en el sexo y otra blanca en el chakra corazón. A partir de ahí me entró la risa, porque me di cuenta de que las protecciones que había construido durante toda mi vida no me hacían falta. Mi feminidad y mi poder se integraban en un cuerpo que podía, desde la expresión verbal, poner los límites que necesitara.


Y aunque fue una vivencia muy completa, a día de hoy me parece que ocurrió de este modo porque fui muy preparada, es decir, porque durante el camino se me ocurrió hacer un ejercicio que recomendaría a todas las personas de este mundo si estuviera en mi mano.


En efecto, era tanto el miedo que tenía a la toma de ayahuasca que, durante el trayecto de dos horas en coche desde Madrid, decidí despedirme para mis adentros de todas mis relaciones; por si llegaba el caso de que no volviera nunca a verlas. Empecé con las personas de mi pasado que me venían a la cabeza y les decía lo que sentía de lo ocurrido con cada una de ellas: antiguos novios, amigos y amigas… Continué con familiares lejanos, compañeros de trabajo y cualquier conocido que apareciera en mis pensamientos. Y poco a poco me fui acercando a los más íntimos del presente: amistades, el chico que por entonces me gustaba y mis hermanos. Sinceramente, con estos últimos me costó, pero haciendo de tripas corazón y diciéndoles a gritos o a llantos que los quería mucho, uno a uno los fui soltando. Cuando llegué a mi padre, la cosa se me puso verdaderamente cuesta arriba y, la verdad, si realmente iba a morir no podía soltarlo así, sin más, en un monólogo interior. Cuando llegué al pueblo donde tenía lugar la ceremonia chamánica decidí llamarlo por teléfono.


¿Has visto esas películas donde el protagonista, ante una enfermedad mortal  o incluso la idea de un suicidio, llama a sus seres queridos para despedirse sin decir la verdad profunda de su llamada? Lo mismo hice yo. Mi padre descolgó el teléfono en Tenerife y me dijo "¿Qué hubo?" y yo le conté que me había venido a un retiro de terapia y que quería saber cómo estaba. Durante la conversación, no muy larga, se me encogió el corazón pensando que esa podría ser la última vez que escuchara su voz. Antes de colgar le mandé unos besos desde tal posibilidad y, con las lágrimas a punto de brotar y la voz entrecortada, le dije: "Adiós papá".

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